Horacio Otheguy Riveira. La noche les atrapa con droga, sexo de alquiler y del que no se cobra porque en él deambulan unos amores inquietantes.
Y entonces sintió esa sensación extraña, que empezaba en el fondo de las tripas y se iba a la cabeza como un lento latigazo. El dolor de la aguja hundiéndose en el brazo amoratado y una presión en el vientre. La boca de Ella no tenía dientes y sintió que un viejo desdentado tenía su pija en la boca. Una mano le recorría los hombros; una mano que al rato se transformó en una araña. Una gota de sangre en los vaqueros y un martillazo en la nuca, el cerebro cargado de azul electricidad, el zumbido en los oídos. Los autos pasaban con ruido a lluvia y le movían el sucio pelo rubio que le caía sobre la cara. La humedad y el calor pegaban las sábanas a la espalda de Narval, que se desperezó y se asomó por la ventana. Pero, cuando la noche llegaba en pleno día y los traía a Ellos, la gente podía serle útil: una bocina, un roce, una risa podían hacer que Ellos se fueran y devolverlo a los semáforos, los autos, el ruido, Buenos Aires. Sintió un sabor amargo en el fondo de la boca y aguantó las ganas de vomitar; siempre es tan complicado picarse borracho, pensó. La idea era iniciar el día con un vino y un pico. Empezó a caminar y, aunque a la cuadra se dio cuenta de que le dolía demasiado todo el cuerpo, decidió seguir. Todo avanza hasta formar un cóctel explosivo que acabará estallando entre la vida y la muerte, el cielo y el infierno.